Cómo escribir una canción
Las buenas canciones son un arte marcial, legendario aunque siempre insólito, y aprender a escribir una buena canción requiere, por tanto, el mismo proceso de formación que tan brillantemente cuenta la película ‘Karate Kid’ (1984) con los personajes protagonistas Daniel Larusso y Mr. Kesuke Miyagi (más conocido como Noriyuki 'Pat' Morita). Yo entonces tenía 10 años, y mi madre ha contado demasiadas veces que con esa película lloré o estuve a punto. Y que me pasé varios días, en plural, contándoles vehementemente todas las hazañas, posicionándome en la figura mítica de la pelea final, con mi pierna derecha semi levantada en gran riesgo de mi integridad física. Unos años después entendí todo, afortunadamente, pero si lo hubiéramos sabido antes nos hubiéramos ahorrado tantas cenas melodramáticas y quizá hasta alergias crónicas aún hoy indescifrables.
Si Daniel Larusso, el pobre chico de ‘Karate Kid’, esperaba impaciente y escéptico bastante tiempo hasta llegar a oler el tatami mientras lavaba unos cuantos coches con mucho celo y afán sin descifrar muy bien el por qué ni la profunda enseñanza íntimamente unida entre el mundo del taller mecánico y la lucha atávica, en el arte de componer canciones supongo que la metáfora sería la pesca o el tenis, o quizá ambos al mismo tiempo.
Es cierto que las canciones están entre nosotros pero no del mismo modo en que se manifiestan los olores o las precipitaciones. El músico intuye su presa suspendida en el aire, donde las ondas de radio se perpetúan. (Se sabe a ciencia cierta que con el aire húmedo éstas se hacen francamente más tangibles).
Componer canciones nada tiene que ver por tanto con la imaginación, ni con su degeneración, la creatividad. Las canciones son las pepitas de oro que hay en el río, el tesoro depositado en el fondo de las algas marinas. Sólo se trata de pescarlas. Las canciones tampoco forman parte de una competición deportiva aunque la industria esté inundada de clasificaciones rocambolescas. Y no vale tan sólo con participar ni eso es ya suficientemente honorable porque para ese cometido ya están los maratones urbanos. Las canciones son más como el fútbol o el karate, no hace falta ser un atleta aunque la mayoría así lo considere, sino que se trata de coordinar la fuerza (ki), la respiración, el equilibrio y la postura, al igual que el correcto giro de cadera, y movimiento de extremidades. Y todo esto para que luego, a la hora de la verdad, como en el tenis, los mejores golpes salgan cuando estás peloteando.
Si se trata de conjuntar palabras y melodía, es bastante útil saber tocar algún instrumento, y cantar; sin caer en el virtuosismo circense ni en la natación sincronizada sin piscina. Tacón, punta, tacón, tacón, punta, tacón… ése es el mejor truco. Ah, y una última cosa, si tienes perfectamente claro de qué va y a dónde va la canción, si su significado aparece nítido sin sombra alguna en tu cabeza, no tiene mucho sentido la canción. Eso seguro. Al menos a ti tiene que despertarte cierta inquietud y extrañeza. Ya está, no hay nada más que explicar, ahora a escuchar la discografía completa de East River Pipe durante un tiempo de abstinencia en el que ni siquiera está permitido escribir una estrofa o estribillo. Como el chico de ‘Karate Kid’ cuando lavaba los coches. Después de ese periodo prudencial se puede comenzar la práctica. Suerte, la vais a necesitar.
© ENDTOPIC
Las buenas canciones son un arte marcial, legendario aunque siempre insólito, y aprender a escribir una buena canción requiere, por tanto, el mismo proceso de formación que tan brillantemente cuenta la película ‘Karate Kid’ (1984) con los personajes protagonistas Daniel Larusso y Mr. Kesuke Miyagi (más conocido como Noriyuki 'Pat' Morita). Yo entonces tenía 10 años, y mi madre ha contado demasiadas veces que con esa película lloré o estuve a punto. Y que me pasé varios días, en plural, contándoles vehementemente todas las hazañas, posicionándome en la figura mítica de la pelea final, con mi pierna derecha semi levantada en gran riesgo de mi integridad física. Unos años después entendí todo, afortunadamente, pero si lo hubiéramos sabido antes nos hubiéramos ahorrado tantas cenas melodramáticas y quizá hasta alergias crónicas aún hoy indescifrables.
Si Daniel Larusso, el pobre chico de ‘Karate Kid’, esperaba impaciente y escéptico bastante tiempo hasta llegar a oler el tatami mientras lavaba unos cuantos coches con mucho celo y afán sin descifrar muy bien el por qué ni la profunda enseñanza íntimamente unida entre el mundo del taller mecánico y la lucha atávica, en el arte de componer canciones supongo que la metáfora sería la pesca o el tenis, o quizá ambos al mismo tiempo.
Es cierto que las canciones están entre nosotros pero no del mismo modo en que se manifiestan los olores o las precipitaciones. El músico intuye su presa suspendida en el aire, donde las ondas de radio se perpetúan. (Se sabe a ciencia cierta que con el aire húmedo éstas se hacen francamente más tangibles).
Componer canciones nada tiene que ver por tanto con la imaginación, ni con su degeneración, la creatividad. Las canciones son las pepitas de oro que hay en el río, el tesoro depositado en el fondo de las algas marinas. Sólo se trata de pescarlas. Las canciones tampoco forman parte de una competición deportiva aunque la industria esté inundada de clasificaciones rocambolescas. Y no vale tan sólo con participar ni eso es ya suficientemente honorable porque para ese cometido ya están los maratones urbanos. Las canciones son más como el fútbol o el karate, no hace falta ser un atleta aunque la mayoría así lo considere, sino que se trata de coordinar la fuerza (ki), la respiración, el equilibrio y la postura, al igual que el correcto giro de cadera, y movimiento de extremidades. Y todo esto para que luego, a la hora de la verdad, como en el tenis, los mejores golpes salgan cuando estás peloteando.
Si se trata de conjuntar palabras y melodía, es bastante útil saber tocar algún instrumento, y cantar; sin caer en el virtuosismo circense ni en la natación sincronizada sin piscina. Tacón, punta, tacón, tacón, punta, tacón… ése es el mejor truco. Ah, y una última cosa, si tienes perfectamente claro de qué va y a dónde va la canción, si su significado aparece nítido sin sombra alguna en tu cabeza, no tiene mucho sentido la canción. Eso seguro. Al menos a ti tiene que despertarte cierta inquietud y extrañeza. Ya está, no hay nada más que explicar, ahora a escuchar la discografía completa de East River Pipe durante un tiempo de abstinencia en el que ni siquiera está permitido escribir una estrofa o estribillo. Como el chico de ‘Karate Kid’ cuando lavaba los coches. Después de ese periodo prudencial se puede comenzar la práctica. Suerte, la vais a necesitar.
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