19.4.11


Yoko Ono me apoyará
“Parece que la vida te premia cuando no juegas”, me comenta Felipe Almendros. Asiento: yo una vez soñé que me comía todas las cajas de cereales posibles para poder ganar un sombrero de hélice que te regalaban si recopilabas no sé cuántos cupones que adherían en el dorso de este envase paradigmático de las grandes civilizaciones. Y un día ese sombrero de hélice me llegó por correo, llamaron al timbre y abrí la puerta y ahí estaba la caja cúbica con la inestable máquina de volar dentro. Esto no es fruto de mi imaginación, lo aseguro. Planear con semejante gorra es un deporte de riesgo. En la adolescencia perdí el sentido de la competitividad, porque me parece una de las cosas más mediocres que tiene la condición humana, por tanto ya no tenía sentido jugar al baloncesto o al fútbol. Entonces sólo me quedaba escribir canciones o practicar deportes de riesgo; si es que escribir canciones no lo es ya. Pero la polución lo confunde todo, es el misterio de Occidente. Proviene del motor de los vehículos, del combustible de aviación, de las ecuaciones algebraicas, del brit pop, de la bachata, de los reality shows, del teletexto, de los mítines políticos. Mi sombrero de hélice no contamina, funciona como la teletransportación. Pero a ras de tierra vas a pescar a la orilla de un río y sacas una bicicleta con su cesta de picnic llena de gusanos o un muerto agarrado a una margarita o un monstruo. Así se explican los misterios de la humanidad: cuentan que el primer pescador prendió en su aparejo, en su majestuosa caña de pescar de bambú, una bicicleta draisine (1820), el primer vehículo de dos ruedas dispuestas en línea, y el primer velocípedo práctico de propulsión humana. Sin interludio, se desató una tormenta épica, un cumulonimbo gigantesco sobre la tierra, lírico y platónico, y el orgulloso pescador amateur dejó que la lluvia le empapara intensamente. Se quitó hasta el abrigo mugriento, como en una película mala aunque en este caso todo adquiría sentido a un ritmo perfecto, a contratiempo a veces, como en un puzzle que prolonga el placer de reconstruir y descubrir la imagen oculta. Al cabo de unos días el antihéroe empezó a sufrir malformaciones. Algunos dedos de la mano y de los pies se le quedaron pegados, en una fusión congénita o accidental, como le ocurre al siamang.