Al principio, hace más de un año, pensé que CATC sería una
novela de verano lluvioso. Se titulaba "El Urogallo" y todas sus plumas
me daban alergia. Iba acerca de túneles de carretera donde entras en una
estación y sales en otra y de cómo retumbaban las pisadas de los
ciervos en el techo cóncavo, húmedo y kilométrico. De hundirme en un
sofá de falso cuero sin quitarme el abrigo; hierático resultaría bailable al lado de mi rictus. De armarios empotrados y de
alcohólicos de (mueble) bar. De una iluminación de televisión puesta a
media tarde y de pendientes de perla sin vida acuática. De fotos
pixeladas y señoras que mueren y siguen con su vida normal. Pero luego
la dimensión musical, la que mueve las alas de las aves disecadas y
decora sus vitrinas con la devoción de un subdirector de una funeraria
de un pequeño pueblo de zombis, lo cambió todo. Salí al 'backyard', y
con la gran ayuda de Jonathan, Selma, Charlie Brown... y etc., me puse a
cantar sobre filo-nazis y demás especies y deformé lo sólido, incluso
alguna momia, en un fluido parecido a la miel.